viernes, 26 de julio de 2013

¿ PUEDE HABER ALGO PEOR? CAPÍTULO 2.


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El ser hija única siempre ha sido positivo en muchos aspectos, pero muy negativo en otros. Me he sentido sola muchas veces, aunque siempre me han intentado compensar con cosas materiales. Si me sentía sola me compraban muñecas, si una cena se alargaba hasta las tantas de la madrugada sin tener más niños con los que jugar, me compensaban al día siguiente con muchas horas de juego… con la niñera. Si teníamos la final de atletismo más importante de la temporada, pero mi padre no podía venir porque un torneo de golf municipal se lo impedía, al finalizar y haberme llevado todas las medallas posibles, me llevaban de compras… con la niñera.
Y así crecí entre regalos, ropa y todo tipo de premios de consolación. Pero lo más llamativo de todo es que hasta que no  pasan los años y empiezas a crecer, no eres consciente de lo que pasa.
El segundo de los problemas es que cuando empiezas a crecer y a darte cuenta de las cosas, estás en plena adolescencia y el que tus padres pasen de ti y te compensen con regalos, es lo mejor que puede pasarte. O por lo menos, eso es lo que  piensas en ese momento.
Así  que en un principio crecí dentro de un entorno “normal”, de una urbanización “normal” de las afueras de Madrid (La Moraleja); padres ausentes que compensan a sus familias con bonitos, caros e inútiles regalos; madres neuróticas y frustradas que para compensar el vacío emocional que dejan sus maridos se dedican a mantenerse guapas y jóvenes, con la ingenua esperanza de que sus maridos las vuelvan a mirar alguna vez como las mujeres que fueron y, aunque ellas no lo saben, todavía son, e hijos perdidos que con un poco de suerte toparán con personas normales (seguramente alguna niñera o algunos tíos rollizos de clase media trabajadora) y les enseñaran los verdaderos valores de la vida. Los que no tengan tanta suerte acabarán repitiendo el mismo patrón que sus padres y, en el peor o mejor de los casos, acabarán con una adicción enorme a algún tipo de sustancia psicotrópica muy cara.

Ese fue mi caso. ¡El de las adicciones caras no!, sino el de conocer gente buena que me enseñara los verdaderos valores de la vida. Siempre me pregunto que hubiera sido de mi vida si ese verano no hubiera ido hasta Chile y me hubieran enseñado lo que es una familia basada en unos pilares tan importantes como el cariño, la comunicación, la ternura, la comprensión y el verdadero amor entre unos padres que al mirarse forman una conexión tan única y especial que sientes que estás delante del amor duradero y real.
Mi rollizo tío se llama Simón y su pequeña mujer Adela. Resultó que a mi tío no le atraían tanto las brasileñas pechugonas como a mi querido padre. Su señora era muy menudita, y seguro que de joven había sido bonita, pero ya no conservaba nada de la belleza pasada, lo que si posee es una calidez que pocas bellezas pueden igualar.
Tanto mi tío como  mi padre fueron hombres muy atractivos, pero el paso de los años había hecho de mi tío un hombre regordete y calvo, al igual que hubiera hecho con mi padre si no hubiera invertido miles de euros y  horas en tratamientos de estética, dentistas y entrenadores personales.
Mis tíos llevaban juntos desde la adolescencia y no se habían separado desde entonces. Tuvieron dos hijos, Paula y Cristian. Mi prima licenciada en ingeniería comercial y con  tres idiomas, trabaja en el supermercado del  pueblo porque el país está pasando por una época muy mala. Así que trabaja para ayudar en casa y, mientras se saca su segunda carrera, espera pacientemente y con optimismo a que llegue un trabajo adecuado a su formación.
Más tarde descubrí que esta situación entre los jóvenes del país era bastante común. Lo que más me llamó la atención fue que nunca se quejaban y siempre tenían palabras de ánimo y esperanza. Parecían adaptarse a las circunstancias con una filosofía totalmente nueva para mí. Yo vengo de La Moraleja, donde los niños tienen porsches y se codean con estrellas de cine o del deporte por los restaurants o clubs de la urbanización. Donde la máxima preocupación cuando tenemos 20 años es salir a tal o cual discoteca y el máximo horror que nos salga un grano el fin de semana en que Borja José nos va a llevar a pasear en su lancha nueva. Así que todo este aire nuevo era muy estimulante para mí.
A  mi primo Cristian no lo conocí  hasta unos meses después, ya que vivía en Bolivia por asuntos de trabajo. Pese a su juventud es una persona muy culta e involucrada con la justicia social. Dedica gran parte de su vida a luchar por las injusticias y a ayudar a las personas. Me di cuenta con tristeza de que nunca antes había conocido a nadie así y eso me dio mucho en lo que pensar.
Tan positiva fue la experiencia que me quedé a vivir en Chile. Mis padres metidos en sus propios problemas no pusieron grandes pegas. Es más, hasta diría que les vino bien. Además, mi padre ingresaba una generosa mensualidad a mis tíos por mi estancia allí, lo que hizo que su nivel de vida mejorara un poco y mi prima pudiera dedicarse por completo a su segunda carrera y así poder dejar de lado el trabajo en el supermercado.

Tuvieron que pasar 11 meses para que regresara a Madrid. Había mantenido el contacto con mis amigas de siempre. Me limitaba a enviar algunos emails contándoles mi vida en Chile y ellas se limitaban a contarme los últimos chismes que, aunque me hacían reír mucho, sentía que la mayoría de ellos ya nada tenían que ver conmigo.

Ahora era a Madrid donde iría para veranear. Desde la separación de mis padres no había regresado y, aunque no me apetecía mucho la idea de un verano caluroso en la capital de España, ya no tenía más excusas para no ir.

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