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El ser hija única
siempre ha sido positivo en muchos aspectos, pero muy negativo en otros. Me he
sentido sola muchas veces, aunque siempre me han intentado compensar con cosas
materiales. Si me sentía sola me compraban muñecas, si una cena se alargaba
hasta las tantas de la madrugada sin tener más niños con los que jugar, me
compensaban al día siguiente con muchas horas de juego… con la niñera. Si
teníamos la final de atletismo más importante de la temporada, pero mi padre no
podía venir porque un torneo de golf municipal se lo impedía, al finalizar y
haberme llevado todas las medallas posibles, me llevaban de compras… con la
niñera.
Y así crecí entre regalos, ropa y todo tipo de
premios de consolación. Pero lo más llamativo de todo es que hasta que no pasan los años y empiezas a crecer, no eres
consciente de lo que pasa.
El segundo de los problemas es que cuando empiezas a
crecer y a darte cuenta de las cosas, estás en plena adolescencia y el que tus
padres pasen de ti y te compensen con regalos, es lo mejor que puede pasarte. O
por lo menos, eso es lo que piensas en
ese momento.
Así que en un
principio crecí dentro de un entorno “normal”, de una urbanización “normal” de
las afueras de Madrid (La Moraleja); padres ausentes que compensan a sus
familias con bonitos, caros e inútiles regalos; madres neuróticas y frustradas
que para compensar el vacío emocional que dejan sus maridos se dedican a
mantenerse guapas y jóvenes, con la ingenua esperanza de que sus maridos las
vuelvan a mirar alguna vez como las mujeres que fueron y, aunque ellas no lo
saben, todavía son, e hijos perdidos que con un poco de suerte toparán con
personas normales (seguramente alguna niñera o algunos tíos rollizos de clase
media trabajadora) y les enseñaran los verdaderos valores de la vida. Los que
no tengan tanta suerte acabarán repitiendo el mismo patrón que sus padres y, en
el peor o mejor de los casos, acabarán con una adicción enorme a algún tipo de
sustancia psicotrópica muy cara.
Ese fue mi caso. ¡El de las adicciones caras no!, sino
el de conocer gente buena que me enseñara los verdaderos valores de la vida.
Siempre me pregunto que hubiera sido de mi vida si ese verano no hubiera ido
hasta Chile y me hubieran enseñado lo que es una familia basada en unos pilares
tan importantes como el cariño, la comunicación, la ternura, la comprensión y
el verdadero amor entre unos padres que al mirarse forman una conexión tan
única y especial que sientes que estás delante del amor duradero y real.
Mi rollizo tío se llama Simón y su pequeña mujer
Adela. Resultó que a mi tío no le atraían tanto las brasileñas pechugonas como
a mi querido padre. Su señora era muy menudita, y seguro que de joven había sido
bonita, pero ya no conservaba nada de la belleza pasada, lo que si posee es una
calidez que pocas bellezas pueden igualar.
Tanto mi tío como
mi padre fueron hombres muy atractivos, pero el paso de los años había
hecho de mi tío un hombre regordete y calvo, al igual que hubiera hecho con mi
padre si no hubiera invertido miles de euros y
horas en tratamientos de estética, dentistas y entrenadores personales.
Mis tíos llevaban juntos desde la adolescencia y no
se habían separado desde entonces. Tuvieron dos hijos, Paula y Cristian. Mi
prima licenciada en ingeniería comercial y con
tres idiomas, trabaja en el supermercado del pueblo porque el país está pasando por una época
muy mala. Así que trabaja para ayudar en casa y, mientras se saca su segunda
carrera, espera pacientemente y con optimismo a que llegue un trabajo adecuado
a su formación.
Más tarde descubrí que esta situación entre los
jóvenes del país era bastante común. Lo que más me llamó la atención fue que
nunca se quejaban y siempre tenían palabras de ánimo y esperanza. Parecían
adaptarse a las circunstancias con una filosofía totalmente nueva para mí. Yo
vengo de La Moraleja, donde los niños tienen porsches y se codean con estrellas
de cine o del deporte por los restaurants o clubs de la urbanización. Donde la
máxima preocupación cuando tenemos 20 años es salir a tal o cual discoteca y el
máximo horror que nos salga un grano el fin de semana en que Borja José nos va a
llevar a pasear en su lancha nueva. Así que todo este aire nuevo era muy
estimulante para mí.
A mi primo
Cristian no lo conocí hasta unos meses
después, ya que vivía en Bolivia por asuntos de trabajo. Pese a su juventud es
una persona muy culta e involucrada con la justicia social. Dedica gran parte
de su vida a luchar por las injusticias y a ayudar a las personas. Me di cuenta
con tristeza de que nunca antes había conocido a nadie así y eso me dio mucho
en lo que pensar.
Tan positiva fue la experiencia que me quedé a vivir
en Chile. Mis padres metidos en sus propios problemas no pusieron grandes
pegas. Es más, hasta diría que les vino bien. Además, mi padre ingresaba una
generosa mensualidad a mis tíos por mi estancia allí, lo que hizo que su nivel
de vida mejorara un poco y mi prima pudiera dedicarse por completo a su segunda
carrera y así poder dejar de lado el trabajo en el supermercado.
Tuvieron que pasar 11 meses para que regresara a
Madrid. Había mantenido el contacto con mis amigas de siempre. Me limitaba a
enviar algunos emails contándoles mi vida en Chile y ellas se limitaban a
contarme los últimos chismes que, aunque me hacían reír mucho, sentía que la
mayoría de ellos ya nada tenían que ver conmigo.
Ahora era a Madrid donde iría para veranear. Desde
la separación de mis padres no había regresado y, aunque no me apetecía mucho
la idea de un verano caluroso en la capital de España, ya no tenía más excusas
para no ir.
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