CAPÍTULO 9
Matías y Carla.
CARLA.
Aquella mañana se había levantando un viento terrible y Carla pensó que sería
mejor ir en autobús hasta el trabajo. Normalmente iba dando un paseo. Le
gustaba mucho caminar, y más a primer ahora de la mañana cuando sentía que todo
iba despertando y cobrando vida poco a poco. Los olores matutinos le parecían
de lo más estimulantes: tierra mojada, pan recién hecho, café, cruasán…
Tuvo suerte
y no tuvo que esperar mucho tiempo en la parada hasta que llegó su autobús.
Pagó su billete sorprendida por cómo había subido el precio del trayecto desde
la última vez que lo usó, y observó que el bus estaba hasta los topes de gente.
Cuando ya pensaba que tendría que ir todo el trayecto en el pasillo, un chico
se levantó y, amablemente, le cedió su asiento. Carla no supo cómo reaccionar y
su primera respuesta fue decirle que no. No le sirvió de nada, aquel chico ya
se había levantado.
-
Gracias- dijo muy cortada
acomodándose en su nuevo sitio.
-
Un placer- le contestó aquel desconocido con una sonrisa.
Cuando Carla llegó a su parada,
ni siquiera lo miró. No sabía por qué, pero aquel chico la ponía muy nerviosa.
Se levantó muy rápido y salió disparada hacia su trabajo. No pudo quitarse de
la cabeza aquella sonrisa en todo el día.
-
No seas absurda, si ni siquiera lo conoces- pensó ya por la noche
en su cama cuando vió que aún seguía pensando en él.
Al día
siguiente, Carla se despertó, y en un arranque adolescente, decidió romper con
su rutinario paseo matutino. Se arregló con esmero, y a la media hora estaba en
aquella parada de autobús. Ella era una chica madura y no entendía que demonios
estaba haciendo allí emocionada y nerviosa como si se tratase de una primera
cita, a la espera de volver a
encontrarse con un auténtico desconocido que lo único que había hecho era
ofrecerle su asiento.
De repente
lo entendió todo: ¡aquel chico le había cedido su asiento porque pensaba que
era una señora mayor!
Carla
sintió como la vergüenza se instalaba en cada poro de su piel.
-
¿Cómo puedo ser tan infantil?- pensó enfadada consigo misma.
Y cuando se decidía a emprender su marcha
diaria, apareció el bus. Ya no podía irse. La gente pensaría que estaba loca. Así
que tragó saliva y se subió intentando disimular aquellos absurdos nervios.
Pagó su billete y buscó un asiento libre sin levantar la mirada del suelo. Solo
esperaba que aquel chico no estuviera allí. No sabía exactamente el por qué,
pero se sentía totalmente ridícula y fuera de lugar.
Por suerte
ese día no había tanta gente y no tardó en encontrar un asiento libre muy cerca
del conductor, pero cuando por fin se relajó un poco y levantó la vista para
sentarse, lo vio.
Aquel chico estaba allí
observándola con aquella bonita sonrisa en la cara. Al cruzar sus miradas,
Carla sintió que se le aceleraba el corazón descontroladamente.
-
“Tranquilízate por Dios, pareces una niña”.
Se estaba
volviendo loca, podía notar la mirada de aquel chico clavada en su nuca. Seguro
que se lo estaba imaginando todo. ¿Qué interés podía tener aquel guapo chico en
ella? Una brusca frenada hizo que Carla volviera en sí. El bus paró, abrió las puertas, y la gente empezó a bajarse rápidamente, cada
uno de camino a sus propias responsabilidades. A ella aún le quedaban un par de
paradas para llegar a su destino.
-
Hasta mañana- oyó que decía de pronto una voz masculina.
Asombrada,
miró hacia el pasillo. No estaba loca. Estaba en lo cierto. Aquel chico la
estaba mirando. ¡Se estaba despidiendo
de ella! Notó como la sangre se le agolpaba de repente toda en la cara.
-
“Dios mío, tengo que parecer una bombilla”.
Pero
parecía que a aquel desconocido, ese “pequeño” detalle le daba igual porque
seguía mirándola y sonriendo. No dejó de mirar a Carla ni un solo momento hasta
que bajó de aquel autobús.
Estaba
claro: no tenía que haberse salido de su rutina. Durante sus paseos matutinos a
Carla nunca le había pasado nada parecido. ¿Y si aquel chico estaba loco?
-
“Decidido, mañana de vuelta a la rutina. Se acabó el autobús.”
Carla
intentó no volver a mirarle, pero el bus se puso en marcha y pasó justamente
por delante de él. Así que sin poder evitarlo, y desde la seguridad que le daba el estar al
otro lado del cristal, lo miró. Cuando sus miradas se encontraron, Carla no puedo hacer otra cosa. Estaba como
poseída por una extraña fuerza que gobernaba todos sus sentidos. Y ante su propia sorpresa, se encontró ofreciéndole
a aquel completo desconocido una amplia y bonita sonrisa.
El autobús
siguió su marcha y aquel chico cada vez fue haciéndose más y más pequeño. Todo
lo contrario que sus ojos, que en la mente de Carla se fueron haciendo cada vez
más y más grandes. Ya no se pudo quitar de la mente aquella mirada el resto del
día.
Aquella
noche no pego ojo recordando lo sucedido. Estaba muy sorprendida por la impresión
que le había causado todo aquello. Era consciente de lo absurdo de la
situación, y por eso no podía parar de pensar en ello.
Cuando sonó
el despertador lo tuvo muy claro: nunca más cogería aquel autobús. Solo de
pensarlo le temblaban las piernas. Así que se duchó, se vistió como cada día y
se fue dando su matutino paseo hasta el trabajo. Pero Carla no tardó en darse
cuenta de que algo había cambiado. Ya no disfrutaba tanto de cada olor, de cada
detalle. Su mente estaba muy lejos de allí. Su
mente estaba junto aquel desconocido.
¿Cómo le
había podido haber impactado tanto? Solo le había sonreído un extraño y ya
pensaba que era amor. Era totalmente ridículo. Si se lo contaba a su hermana
Valeria se reiría de ella sin parar. Ninguna de las dos había tenido pareja
aún.
Carla ya
había cumplido 26 años, así que la conclusión que sacó fue que aquella reacción
irracional freudiautobusiana había sido fruto de las ganas que tenía de
enamorarse. Estaba proyectando todos sus deseos en un auténtico desconocido con
el que ni siquiera había mantenido una conversación.
Por supuesto, no le dijo ni una sola palabra a
nadie. Era consciente de lo ridículo que resultaba todo aquello.
“Valeria y
yo estamos muy bien como estamos. No nos hace falta que entre nadie más en nuestras
vidas”.
A la semana
siguiente todo fue volviendo a la normalidad poco a poco. Es verdad que Carla
se encontraba pensando en él cuando menos lo esperaba. No lo podía evitar. Pero
en cuanto se le cruzaba aquella sonrisa en sus pensamientos, rápidamente, se
centraba en otra cosa y echaba de allí a todos esos recuerdos. Como siempre,
gracias a su trabajo, logró distraerse de todo aquello en lo que no quería
pensar.
Era
miércoles. Estaba teniendo un día muy duro en el trabajo. Decidió salir a
comprar unos bollos y un café en la hora del desayuno. Estaba harta del café de
su trabajo. Era asqueroso. Normalmente se decantaba por el té, pero esa mañana
se notaba un poco adormilada y necesitaba una buena dosis de cafeína. Tenía por
delante una larga jornada laboral. Faltaba muy poco para la nueva temporada y
presentar la nueva colección era todo un caos.
No tardaron
en llegar a la cafetería. Le había dicho a Silvia que si le apetecía
acompañarla. Silvia era una compañera de trabajo con la que había hecho una
bonita amistad a base de horas y horas de coser juntas una al lado de la otra.
Carla nunca
había sido muy habladora, pero con el tiempo, había llegado a ser muy querida
por todos sus compañeros por su discreta y responsable forma de ser.
La
cafetería, como siempre, estaba a reventar. Era una cadena muy conocida de
cafés en donde apuntan tu nombre y te llaman cuando tu pedido está listo.
-
Café Latte y un expresso
para Carla- oyó que decía uno de los empleados al cabo de unos pocos
minutos.
Se acercó a
por los cafés mientras Silvia reservaba una mesa, y cuando se disponía a pagar,
oyó que aquel chico decía:
-
Hola. Carla es un bonito nombre. Me alegro de saber por fin cómo
te llamas. Siempre me lo había preguntado cuando te observaba desde el autobús.
Mi nombre es Matías.
Ocurrió todo demasiado rápido. Aquello la pilló totalmente
desprevenida. Carla alzó la vista y allí estaba. Aquel guapo chico del autobús
que tantas horas le había hecho perder pensando en su sonrisa, le ofrecía su
mano en un gesto de presentación formal. Casi como un robot ella le tendió la
suya y, tímidamente, se la estrechó mientras su corazón volvía a latir a mil
por hora.
Carla se dio cuenta de lo terriblemente guapo que era aquel chico
en las distancias cortas, cosa que no le ayudo nada a relajarse.
-
Bueno, ahora que sabes dónde trabajo, espero que nos veamos más a
menudo. Un placer Carla. Qué disfrutes de tu caffé.
-
Hasta luego- murmuró ella.
Como en una nube se dirigió hasta la mesa con
los cafés. Cuando Silvia la vio llegar tan roja, le preguntó que si iba todo
bien. Carla quiso disimular y le contestó que todo iba perfectamente. Salió de
aquella cafetería sin saber muy bien si aquello que acaba de ocurrir era real o
no.
Ahora ya
tenía dos sitios a los que Carla no podía acudir: al autobús de la línea 11 y a
la cafetería de la esquina.
MATÍAS.
Hacía ya
tres años que le habían diagnosticado cáncer a su madre. El primer año había
sido muy duro. Primero asimilar la mala noticia, y segundo, enfrentarse a una
vida repleta de médicos, hospitales y sesiones de quimioterapia, que dejaban a
su madre muy desvalida y sufriendo muchísimos efectos secundarios.
Después vendría la complicada operación donde
por fin pudieron extraerle toda la masa tumoral que le quedaba en el cuerpo.
El ser tan
consciente de que podía perderla, le hizo madurar de golpe. Matías pasó de ser
un joven alegre y desinhibido, que triunfaba mucho con las chicas, a ser un
chico introvertido y reservado, sin más vida social que la de ir a los
hospitales con su madre.
El segundo
año fue muchísimo mejor. En sus revisiones mensuales todo salía a la
perfección. No había rastro alguno de células cancerígenas. Su madre fue
recuperándose en todos los sentidos. Aquella preciosa melena que siempre le
había caracterizado, volvió a crecer en todo su esplendor, y su salud y su
personalidad, poco a poco fueron siendo las mismas de siempre.
Su madre no fue la única que aprendió a ver la
vida desde otra óptica. Matías, pese a su juventud, también aprendió a valorar
las cosas importantes. Ahora el pasar tiempo con sus seres queridos era
fundamental para él. Todo el tiempo que le dejaban sus estudios y su trabajo en
la cafetería, lo dedicaba a estar con los suyos.
Así que sin
imaginarlo, ese fue un año lleno de alegrías. Todo se había solucionado.
Matías se
pudo centrar por completo en sus estudios de arquitectura y pudo mantener su
puesto de trabajo en la cafetería. Su madre era empresaria, pero desde que le
diagnosticaron la enfermedad, no había podido hacerse cargo de sus negocios y
los había tenido que traspasar. Así que Matías necesitaba ese trabajo. Además,
tenía la suerte de que disfrutaba mucho con él. Le gustaba el trato con los clientes,
y sus compañeros tenían casi todos la misma edad, por lo que el clima laborar
era muy distendido.
Su padre
los había abandonado cuando él era muy pequeño, así que siempre habían sido
únicamente ellos dos para todo: su madre y él. Su madre y él siempre juntos
para todo.
Una mañana
de lunes, Matías pidió libre en el trabajo para llevar a su madre al hospital a
hacerse su rutinaria revisión. No podía evitarlo, siempre que tocaba la dichosa
revisión, sus nervios se descontrolaban.
Hacia un
año que todo había pasado, pero el miedo y la duda siempre afloraban a la
mínima de cambio. Ese día estaba especialmente nervioso sin saber por qué.
Cuando
llevaban ya un rato esperando los resultados, la oncóloga que había llevado su
caso desde el principio, los llamó. Entraron en su despacho y Matías sintió que
su mundo se desmoronaba como un castillo de naipes. La cara del médico era un
poema, y sin necesidad de verbalizar nada, lo decía todo.
Quiso parar
el tiempo y congelar ese momento, para
que aquella mujer de bata blanca no abriera la boca y destrozaras sus vidas
para siempre. Todo pasó muy despacio, pero pasó.
-
La masa tumoral ha vuelto a desarrollarse y………………..
Matías ya no pudo oír
nada más de lo que aquella señora estaba diciéndoles. Un pitido se implantó en
su mente. Miró a su madre que tenía los ojos muy a abiertos y una expresión de
pánico en el rostro y supo que sus vidas volvían a cambiar para siempre. No
lloró, no gritó, no pudo decir nada…
Por el contrario, su
madre sí lloró, sí gritó y sí pudo decir algo:
-
¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?.......
Tuvieron que llamar al
psicólogo de guardia e introducirle un tranquilizante debajo de la lengua.
Matías sin embargo estaba frio como el hielo y no pudo reaccionar de ningún
modo.
Y así fue
como el tercer año volvieron al inicio: largas e interminables horas en el
hospital. Vuelta a la batalla. Matías odiaba los hospitales, sobre todo su
olor. En cada una de esas frías y feas
habitaciones, había una triste historia que escuchar. Para colmo te cobraban
hasta para poder ver la televisión.
“Señores pacientes. Esta usted en un centro
hospitalario. Aquí intentaremos curarle de su enfermedad, pero si ya quiere
usted alguna comodidad extra para que su estancia aquí se más llevadera, tiene
usted que pagar”.
Le daba tanta rabia. ¿No se suponía que tenían
que hacer lo posible por mejorar un poco la calidad de vida de esas personas
que ya de por sí lo estaban pasando tan mal? No entendía como alguien podía
hacer negocio en situaciones así. La persona que hubiera tenido la brillante
idea estaría contenta consigo mismo.
Pero había
una cosa por encima de todas que a Matías le daba especialmente rabia: las
enfermeras. Odiaba a la mayoría de ellas. No entendía cómo podían ser tan
antipáticas y ariscas con ellos. Él suponía que si estaban ejerciendo esa
profesión era por vocación de ayudar al prójimo. Pero por algún extraño motivo,
las enfermeras que él había conocido, eran en su gran mayoría unas amargadas
que descargaban sus frustraciones con los familiares, o peor aún, con los
pacientes del hospital.
Una tarde
en la que su madre estaba especialmente delicada. Entró una enfermera a cogerle
la temperatura. Primeramente entró dando un portazo, haciendo que su madre se
despertara bruscamente de ese sueño que tanto tiempo le había costado
conciliar. Segundo, le levantó violentamente el brazo y le metió el termómetro
debajo del sobaco cómo si de un cochino se tratase, mientras su madre apenas había tenido tiempo de despertar de su sueño.
Matías se tenía que morder la lengua porque su madre se disgustaba mucho cuando
él, ya cansado de aguantar ese trato, les llamaba la atención. Así que por
hacerle el gusto, se tenía que aguantar y ver como los maltrataban sin poder
hacer nada.
-
¿Qué vas a querer de merendar hoy?- oyó que le preguntaba aquella
enfermera sin tan siquiera mirarla a los
ojos.
Ese día su madre estaba
respirando con mucha dificultad y le había puesto oxígeno.
-
Un vaso de leche y una magdalena, por favor- contestó su madre con
dificultad por aquella mascara de oxigeno que le tapaba la boca y la nariz al
completo.
-
Si no te quitas la máquina no te entiendo- dijo aquella bruja con
bata azul con muy mal tono.
Aquello fue
el colmo. Matías sintió como un escalofrió de mala leche se apoderaba de su ser
y no pudo contenerse más. Puso tan firme a aquella enfermera, que nunca nadie
más en aquel hospital se atrevió a tratar con brusquedad a su madre, y por
ende, a la que tuviera como compañera de habitación. Era lo único que le
faltaba. Ellos, que en su mayoría eran familias rotas y asustadas por la
enfermedad de sus seres queridos, y que vinieran aquellas enfermeras y les
tratasen como a delincuentes. Ni a los presos hay que tratarlos con tan poco
tacto- repetía Matías muchas veces.
Y así iban
pasando los días. Uno tras otro. Cada día con menos esperanzas de que aquella
enfermedad les dejara tranquilos. Se le hacía muy duro ver a su madre apagarse.
Lo que peor llevaba de todo, era ver como los dolores iban en aumento. No podía verla sufrir así. Y
aunque Matías nunca verbalizaba la posibilidad de perderla, él sabía que esa
opción existía aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta. Si lo decía en
voz alta era como si se hiciera real de algún modo. Así que todos intentaban
evadir el tema y sonreír.
Su madre
era todo su mundo. Matías no se podía imaginar una vida sin ella. Era una gran
mujer y, paradójicamente, la persona más vital que había conocido jamás. Siempre alegre, siempre
con palabras de ánimo para todos, siempre con una sonrisa en la cara. Hasta en
los momentos más duros, ella lograba sacar una sonrisa a quien tuviera al lado.
Por eso, Matías se consolaba pensando que el cáncer no podría con ella. Pero
cada día estaba más débil, cada día más delgada, cada día se iba apagando un
poco más.
Matías tuvo
que aparcar la carrera por un tiempo, así que repartía su tiempo entre
hospitales, sesiones de quimio y la cafetería. No podía perder aquel empleo, y
en el fondo estaba agradecido de contar con algo que mantuviera su mente
ocupada por unas horas. Si no hubiera sido por esas horas de distracción, se
hubiera vuelto loco.
Cada mañana
la misma rutina. Se levantaba de madrugaba. Se ocupaba de dejar a su madre
preparada hasta que viniera la chica que les echaba una mano con todo, y se iba
camino del trabajo en la línea 11.
Todas las
mañanas caminaba hasta la parada y, como un zombi, se sentaba al lado de la
ventana. Nunca había estado tan triste. Sus amigos se estaban portando muy bien
con él, pero Matías solo quería estar junto a su madre. El pensar que la podía
perder le daba mucho vértigo y quería pasar junto a ella el máximo tiempo
posible.
Aquella
mañana hizo el mismo recorrido de todos los días. Estaba lloviendo un poco, y
el día estaba más gris aún de lo que ya estaba en su interior. Tenía la cabeza apoyada en el cristal de la
ventana y escuchaba TRAVIS en su ipod, cuando de pronto la vio.
Una chica
llamó su atención. Iba con un gorro de lana de color amarillo y caminaba
lentamente, al contrario de las demás personas que caminaban a paso rápido
refugiados debajo de sus paraguas. Ella no. Ella no llevaba nada que la
protegiera de la lluvia. Al contrario, iba despacio y parecía estar
disfrutando. No pudo apartar sus ojos de aquella enigmática chica.
Al día
siguiente, Matías ya la había olvidado cuando la volvió a ver. El mismo ritmo,
el mismo misterio. Ese día no llovía pero ella seguía tan ausente como el día
anterior. Llevaba una falda a media rodilla y una chaqueta muy original color
verde botella. Tenía algo diferente e incluso divertido. No pudo quitarle la
vista de encima.
Al día
siguiente lo mismo. Y al otro…y al otro…..así pasaron alrededor de seis meses.
Cada día una ropa distinta, pero cada día su expresión era la misma: una mezcla
de paz y de melancolía. Cada día le gustaba más aquella chica. Ya le parecía
que formaba parte de su vida. Era algo cotidiano dentro de su rutina. El toque
de color entre tanto gris. No tardó en comprender que el contemplar a aquella
chica desde el autobús era lo más emocionante de su día a día.
Matías se
preguntaba qué a dónde se dirigiría aquella chica a diario, se preguntaba que
cómo se llamaría, se preguntaba qué cuantos años tendría, se preguntaba si tendría pareja, se preguntaba si sería
feliz……Se preguntaba muchas cosas sobre aquella desconocida. Y así fue
haciéndose una idea imaginaria de la vida de aquella bonita chica que le
acompañaba en sus pensamientos un día tras otro. Unos días se la imaginaba en
una oficina, otros días era abogada, otros días psicóloga, otros días
profesora... Y así un sinfín de oficios y de nombres imaginados para ella.
Una mañana
de primavera, su madre se levantó especialmente mal y la llevó a urgencias
donde la mantuvieron en observación, y al ver que sus plaquetas estaban más
bajas de lo normal, decidieron ingresarla.
Matías
estaba muy asustado. La idea de poder perderla era demasiado dolorosa. Apenas
podía reprimir las lágrimas. Se dirigió al trabajo dispuesto a dejarlo todo. No
tenía fuerzas para trabajar. No tenía fuerzas para nada. No quería seguir
viviendo así. El ver a su madre cada día peor no era vida.
El autobús paró, recogió a los viajeros y para
su sorpresa, el autobús se iluminó a la misma vez que su alma: allí estaba
aquella chica.
Sin poder
controlarlo una sonrisa asomó en su cara. No se lo podía creer. Aquello sí que
era una novedad. En todo aquel año nunca antes la había visto coger ese
autobús. No podía dejar de mirarla. Ahora que la tenía tan cerca no podía
evitar observarla. Seguía manteniendo esa aura de tranquilidad y melancolía en
la cara. Se puso muy nervioso al ver
como ella venía directa hasta donde él estaba. Matías reparó en que no había ni
un solo asiento libre. Como un acto reflejo se levantó y, amablemente, le
ofreció el suyo.
El corazón
le iba a mil por hora. Si de lejos era guapa, de cerca era realmente preciosa.
Todos sus gestos eran delicados y elegantes.
Matías estaba tan absorto en sus pensamientos que no oyó como aquella
chica denegaba su amable ofrecimiento. Así que ella, al ver que él se había
levantado de todas maneras, no tuvo más remedio y se sentó en el asiento que él
le ofrecía.
Cuando aquella
chica pasó por su lado, una dulce fragancia acaparó todos sus sentidos. En ese
mismo instante Matías no tuvo ninguna duda: se había enamorado de aquella
desconocida tan familiar.
bufffff hermana eso no hay kien lo lea sin fotos ni separaciones ni nada.. hazme caso y desglosa e ilustra....
ResponderEliminarPues a mi me gusta... jejejeje
ResponderEliminarGracias Quiteria!!!es mi hermana y tiene un blog de moda, no se ha dado cuenta que este es un blog de palabras!!jijiijiji..Gracias por tus comentarios!!
ResponderEliminarhttp://dorvisou.aminus3.com
ResponderEliminarTe dejo mi photoblog por si te gusta alguna foto para ilustrar tus historias, y complacer a sí a tu club de fans :-)
Gracias Paco P. Lo miraré!!!!;)
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