MATÍAS.
Hacía ya tres años que le habían diagnosticado cáncer a su
madre. El primer año había sido muy duro. Primero asimilar la mala noticia, y
segundo, enfrentarse a una vida repleta de médicos, hospitales y sesiones de
quimioterapia, que dejaban a su madre muy desvalida y sufriendo muchísimos
efectos secundarios.
Después vendría
la complicada operación donde por fin pudieron extraerle toda la masa tumoral
que le quedaba en el cuerpo.
El ser tan consciente de que podía perderla, le hizo
madurar de golpe. Matías pasó de ser un joven alegre y desinhibido, a ser un
chico introvertido y reservado, sin más vida social que la de ir a los
hospitales con su madre.
El segundo año fue muchísimo mejor. En sus revisiones
mensuales todo salía a la perfección. No había rastro alguno de células
cancerígenas. Así, que su madre, fue recuperándose en todos los sentidos.
Aquella preciosa melena que siempre le había caracterizado, volvió a crecer en
todo su esplendor, y su salud y su personalidad, poco a poco fueron siendo las
mismas de siempre.
Su madre no fue la
única que aprendió a ver la vida de otra manera. Matías, pese a su juventud,
también aprendió a valorar las cosas importantes. Ahora, el pasar tiempo con
sus seres queridos era fundamental para él. Todo el tiempo que le dejaban sus
estudios y su trabajo en la cafetería, lo dedicaba a estar con los suyos.
Así que sin imaginarlo, ese fue un año lleno de alegrías.
Todo se había solucionado.
Matías se pudo centrar por completo en sus estudios de
arquitectura y pudo mantener su puesto de trabajo en la cafetería. Su madre era
empresaria, pero desde que le diagnosticaron la enfermedad, no había podido
hacerse cargo de sus negocios y los había tenido que traspasar. Así que Matías
necesitaba ese trabajo. Tenía la suerte de que disfrutaba mucho con él. Le
gustaba el trato con los clientes, y además sus compañeros tenían casi todos la
misma edad, por lo que el clima laboral era muy distendido.
Su padre los había abandonado cuando él era muy pequeño,
así que siempre habían sido únicamente ellos dos para todo: su madre y él. Su
madre y él siempre juntos para todo.
Una mañana de lunes, Matías pidió libre en el trabajo para
llevar a su madre al hospital a hacerse su rutinaria revisión. No podía
evitarlo, siempre que tocaba la dichosa revisión, sus nervios se
descontrolaban.
Hacia un año que todo había pasado, pero el miedo y la
duda siempre afloraban a la mínima de cambio. Ese día estaba especialmente nervioso
sin saber por qué.
Cuando llevaban ya un rato esperando los resultados, la
oncóloga que había llevado su caso desde el principio, los llamó. Entraron en
su despacho y Matías sintió que su mundo se desmoronaba como un castillo de
naipes. La cara del médico era un poema, y sin necesidad de verbalizar nada, lo
decía todo.
Quiso parar el tiempo y congelar ese momento, para que aquella mujer de bata blanca no
abriera la boca y destrozara sus vidas para siempre. Todo pasó muy despacio,
pero pasó.
-
La masa tumoral ha vuelto a desarrollarse y………………..
Matías ya no pudo oír nada más de lo que aquella señora estaba
diciéndoles. Un pitido se implantó en su mente. Miró a su madre que tenía los
ojos muy abiertos y una expresión de pánico en el rostro, y supo que sus vidas
volvían a cambiar para siempre. No lloró, no gritó, no pudo decir nada…
Por el contrario, su madre sí lloró, sí gritó y sí pudo decir
algo:
-
¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?.......
Tuvieron que llamar al psicólogo de guardia e introducirle un
tranquilizante debajo de la lengua. Matías sin embargo estaba frio como el
hielo y no pudo reaccionar de ningún modo.
Y así fue como el tercer año volvieron al inicio: largas e
interminables horas en el hospital. Vuelta a la batalla.
Matías odiaba los hospitales, sobre todo su olor. En cada
una de esas frías y feas habitaciones,
había una triste historia que escuchar. Para colmo te cobraban hasta para poder
ver la televisión.
“Señores pacientes.
Esta usted en un centro hospitalario. Aquí intentaremos curarle de su
enfermedad, pero si ya quiere usted alguna comodidad extra para que su estancia
aquí se más llevadera, tiene usted que pagar”.
Le daba tanta
rabia. ¿No se suponía que tenían que hacer lo posible por mejorar un poco la
calidad de vida de esas personas que ya de por sí lo estaban pasando tan mal?
No entendía como alguien podía hacer negocio en situaciones así. La persona que
hubiera tenido la brillante idea estaría contenta consigo mismo.
Pero había una cosa por encima de todas que a Matías le
daba especialmente rabia: las enfermeras. Odiaba a la mayoría de ellas. No
entendía cómo podían ser tan antipáticas y ariscas con ellos. Él suponía que si
estaban ejerciendo esa profesión era por vocación de ayudar al prójimo. Pero
por algún extraño motivo, las enfermeras que él había conocido, eran en su gran
mayoría unas amargadas que descargaban sus frustraciones con los familiares, o
peor aún, con los pacientes del hospital.
Una tarde en la que su madre estaba especialmente
delicada. Entró una enfermera a cogerle la temperatura. Primeramente entró
dando un portazo, haciendo que su madre se despertara bruscamente de ese sueño
que tanto tiempo le había costado conciliar. Segundo, le levantó violentamente
el brazo y le metió el termómetro debajo del sobaco cómo si de un cochino se
tratase, mientras su madre apenas había
tenido tiempo de despertar de su sueño. Matías se tenía que morder la lengua
porque su madre se disgustaba mucho cuando él, ya cansado de aguantar ese
trato, les llamaba la atención. Así que por hacerle el gusto, se tenía que
aguantar y ver como los maltrataban sin poder hacer nada.
-
¿Qué
vas a querer de merendar hoy?- oyó que le preguntaba aquella enfermera sin
tan siquiera mirarla a los ojos.
Ese día su madre estaba respirando con mucha dificultad y le
habían puesto oxígeno.
-
Un vaso de leche y una magdalena, por favor- contestó su madre con dificultad por aquella máscara de oxigeno
que le tapaba la boca y la nariz al completo.
-
Si no te quitas la máscara no te entiendo- dijo aquella bruja con bata azul con muy mal tono.
Aquello fue el colmo. Matías sintió como un escalofrió de
mala leche se apoderaba de su ser y no pudo contenerse más. Puso tan firme a
aquella enfermera, que nunca nadie más en aquel hospital se atrevió a tratar
con brusquedad a su madre, y por ende, a la que tuviera como compañera de
habitación. Era lo único que le faltaba. Ellos, que en su mayoría eran familias
rotas y asustadas por la enfermedad de sus seres queridos, y que vinieran
aquellas enfermeras y les tratasen como a delincuentes. Ni a los presos hay que
tratarlos con tan poco tacto- repetía Matías muchas veces.
Y así iban pasando los días. Uno tras otro. Cada día con
menos esperanzas de que aquella enfermedad les dejara tranquilos. Se le hacía
muy duro ver a su madre apagarse. Lo que peor llevaba de todo, era ver como los
dolores iban en aumento. No podía verla
sufrir así. Y aunque Matías nunca verbalizaba la posibilidad de perderla, él
sabía que esa opción existía aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta.
Si lo decía en voz alta era como si se hiciera real de algún modo. Así que
todos intentaban evadir el tema y sonreír.
Su madre era todo su mundo. Matías no se podía imaginar
una vida sin ella. Era una gran mujer y, paradójicamente, la persona más vital
que había conocido jamás. Siempre
alegre, siempre con palabras de ánimo para todos, siempre con una sonrisa en la
cara. Hasta en los momentos más duros, ella lograba sacar una sonrisa a quien
tuviera al lado. Por eso, Matías, se consolaba pensando que el cáncer no podría
con ella. Pero cada día estaba más débil, cada día más delgada, cada día se iba
apagando un poco más.
Matías tuvo que aparcar la carrera por un tiempo, así que
repartía su tiempo entre hospitales, sesiones de quimio y la cafetería. No
podía perder aquel empleo, y en el fondo, estaba agradecido de contar con algo
que mantuviera su mente ocupada por unas horas. Si no hubiera sido por esas
horas de distracción, se hubiera vuelto loco.
Cada mañana la misma rutina. Se levantaba de madrugaba. Se
ocupaba de dejar a su madre preparada hasta que viniera la enfermera que les
echaba una mano con todo, y se iba camino del trabajo en la línea 11.
Todas las mañanas caminaba hasta la parada y, como un
zombi, se sentaba al lado de la ventana. Nunca había estado tan triste. Sus
amigos se estaban portando muy bien con él, pero Matías solo quería estar junto
a su madre. El pensar que la podía perder le daba mucho vértigo y quería pasar
junto a ella el máximo tiempo posible.
Aquella mañana hizo el mismo recorrido de todos los días.
Estaba lloviendo un poco, y el día estaba más gris aún de lo que ya estaba en
su interior. Tenía la cabeza apoyada en
el cristal de la ventana y escuchaba TRAVIS en su ipod, cuando de pronto, la
vio.
Una chica llamó su atención. Iba con un gorro de lana de
color amarillo y caminaba lentamente; al contrario de las demás personas que
caminaban a paso rápido refugiados debajo de sus paraguas. Ella no. Ella no
llevaba nada que la protegiera de la lluvia. Al contrario, iba despacio y
parecía estar disfrutando. No pudo apartar sus ojos de aquella enigmática
chica.
Al día siguiente, Matías ya la había olvidado cuando la
volvió a ver. El mismo ritmo, el mismo misterio. Ese día no llovía pero ella
seguía tan ausente como el día anterior. Llevaba una falda a media rodilla y
una chaqueta muy original color verde botella. Tenía algo diferente e incluso
divertido. No pudo quitarle la vista de encima.
Al día siguiente lo mismo. Y al otro…y al otro…..así
pasaron alrededor de seis meses. Cada día una ropa distinta, pero cada día su
expresión era la misma: una mezcla de paz y de melancolía. Cada vez le gustaba
más aquella chica. Ya le parecía que formaba parte de su vida. Era algo
cotidiano dentro de su rutina. El toque de color entre tanto gris. No tardó en
comprender que el contemplar a aquella chica desde el autobús era lo más
emocionante de su día a día.
Matías se preguntaba qué a dónde se dirigiría aquella
chica a diario. Se preguntaba que cómo se llamaría. Se preguntaba cuantos años
tendría. Se preguntaba si tendría
pareja. Se preguntaba si sería feliz……Se preguntaba muchas cosas sobre aquella
desconocida. Y así fue haciéndose una idea imaginaria de la vida de aquella
bonita chica que le acompañaba en sus pensamientos un día tras otro.
Unos días se la
imaginaba en una oficina, otros días era abogada, otros días psicóloga, otros
días profesora... Y así un sinfín de oficios y de nombres imaginados para ella.
Una mañana de primavera, su madre se levantó especialmente
mal y la llevó a urgencias donde la mantuvieron en observación. Al ver que sus
plaquetas estaban más bajas de lo normal, decidieron ingresarla.
Matías estaba muy asustado. La idea de poder perderla era
demasiado dolorosa. Apenas podía reprimir las lágrimas. Se dirigió al trabajo
dispuesto a dejarlo todo. No tenía fuerzas para trabajar. No tenía fuerzas para
nada. No quería seguir viviendo así. El ver a su madre cada día peor no era
vida.
El autobús paró,
recogió a los viajeros. y para su sorpresa, el autobús se iluminó a la misma
vez que su alma: allí estaba aquella chica.
Sin poder controlarlo una sonrisa asomó en su cara. No se
lo podía creer. Aquello sí que era una novedad. En todo aquel año nunca antes
la había visto coger ese autobús. No
podía dejar de mirarla. Ahora que la tenía tan cerca no podía evitar
observarla. Seguía manteniendo esa aura de tranquilidad y melancolía en la
cara. Se puso muy nervioso al ver como
ella venía directa hasta donde él estaba. Matías reparó en que no había ni un
solo asiento libre. Como un acto reflejo se levantó y, amablemente, le ofreció
el suyo.
El corazón le iba a mil por hora. Si de lejos era guapa,
de cerca era realmente preciosa. Todos sus gestos eran delicados y
elegantes. Matías estaba tan absorto en
sus pensamientos que no oyó como aquella chica denegaba su amable ofrecimiento.
Así que ella, al ver que él se había levantado de todas maneras, no tuvo más
remedio y se sentó en el asiento que él le ofrecía.
Cuando aquella chica pasó por su lado, una dulce fragancia
acaparó todos sus sentidos. En ese mismo instante, Matías no tuvo ninguna duda:
se había enamorado de aquella desconocida tan familiar.