lunes, 30 de septiembre de 2013

MATIAS

MATÍAS.
Hacía ya tres años que le habían diagnosticado cáncer a su madre. El primer año había sido muy duro. Primero asimilar la mala noticia, y segundo, enfrentarse a una vida repleta de médicos, hospitales y sesiones de quimioterapia, que dejaban a su madre muy desvalida y sufriendo muchísimos efectos secundarios. 
Después vendría la complicada operación donde por fin pudieron extraerle toda la masa tumoral que le quedaba en el cuerpo.
El ser tan consciente de que podía perderla, le hizo madurar de golpe. Matías pasó de ser un joven alegre y desinhibido, a ser un chico introvertido y reservado, sin más vida social que la de ir a los hospitales con su madre.
El segundo año fue muchísimo mejor. En sus revisiones mensuales todo salía a la perfección. No había rastro alguno de células cancerígenas. Así, que su madre, fue recuperándose en todos los sentidos. Aquella preciosa melena que siempre le había caracterizado, volvió a crecer en todo su esplendor, y su salud y su personalidad, poco a poco fueron siendo las mismas de siempre.
 Su madre no fue la única que aprendió a ver la vida de otra manera. Matías, pese a su juventud, también aprendió a valorar las cosas importantes. Ahora, el pasar tiempo con sus seres queridos era fundamental para él. Todo el tiempo que le dejaban sus estudios y su trabajo en la cafetería, lo dedicaba a estar con los suyos.
Así que sin imaginarlo, ese fue un año lleno de alegrías. Todo se había solucionado.
Matías se pudo centrar por completo en sus estudios de arquitectura y pudo mantener su puesto de trabajo en la cafetería. Su madre era empresaria, pero desde que le diagnosticaron la enfermedad, no había podido hacerse cargo de sus negocios y los había tenido que traspasar. Así que Matías necesitaba ese trabajo. Tenía la suerte de que disfrutaba mucho con él. Le gustaba el trato con los clientes, y además sus compañeros tenían casi todos la misma edad, por lo que el clima laboral era muy distendido.
Su padre los había abandonado cuando él era muy pequeño, así que siempre habían sido únicamente ellos dos para todo: su madre y él. Su madre y él siempre juntos para todo.

Una mañana de lunes, Matías pidió libre en el trabajo para llevar a su madre al hospital a hacerse su rutinaria revisión. No podía evitarlo, siempre que tocaba la dichosa revisión, sus nervios se descontrolaban.
Hacia un año que todo había pasado, pero el miedo y la duda siempre afloraban a la mínima de cambio. Ese día estaba especialmente nervioso sin saber por qué.
Cuando llevaban ya un rato esperando los resultados, la oncóloga que había llevado su caso desde el principio, los llamó. Entraron en su despacho y Matías sintió que su mundo se desmoronaba como un castillo de naipes. La cara del médico era un poema, y sin necesidad de verbalizar nada, lo decía todo.
Quiso parar el tiempo y congelar ese momento,  para que aquella mujer de bata blanca no abriera la boca y destrozara sus vidas para siempre. Todo pasó muy despacio, pero pasó.
-          La masa tumoral ha vuelto a desarrollarse y………………..
Matías ya no pudo oír nada más de lo que aquella señora estaba diciéndoles. Un pitido se implantó en su mente. Miró a su madre que tenía los ojos muy abiertos y una expresión de pánico en el rostro, y supo que sus vidas volvían a cambiar para siempre. No lloró, no gritó, no pudo decir nada…
Por el contrario, su madre sí lloró, sí gritó y sí pudo decir algo:
-          ¿Por qué a mí? ¿Por qué a mí?.......
Tuvieron que llamar al psicólogo de guardia e introducirle un tranquilizante debajo de la lengua. Matías sin embargo estaba frio como el hielo y no pudo reaccionar de ningún modo.
Y así fue como el tercer año volvieron al inicio: largas e interminables horas en el hospital. Vuelta a la batalla.
Matías odiaba los hospitales, sobre todo su olor. En cada una de esas  frías y feas habitaciones, había una triste historia que escuchar. Para colmo te cobraban hasta para poder ver la televisión.
Señores pacientes. Esta usted en un centro hospitalario. Aquí intentaremos curarle de su enfermedad, pero si ya quiere usted alguna comodidad extra para que su estancia aquí se más llevadera, tiene usted que pagar”.
 Le daba tanta rabia. ¿No se suponía que tenían que hacer lo posible por mejorar un poco la calidad de vida de esas personas que ya de por sí lo estaban pasando tan mal? No entendía como alguien podía hacer negocio en situaciones así. La persona que hubiera tenido la brillante idea estaría contenta consigo mismo.
Pero había una cosa por encima de todas que a Matías le daba especialmente rabia: las enfermeras. Odiaba a la mayoría de ellas. No entendía cómo podían ser tan antipáticas y ariscas con ellos. Él suponía que si estaban ejerciendo esa profesión era por vocación de ayudar al prójimo. Pero por algún extraño motivo, las enfermeras que él había conocido, eran en su gran mayoría unas amargadas que descargaban sus frustraciones con los familiares, o peor aún, con los pacientes del hospital.
Una tarde en la que su madre estaba especialmente delicada. Entró una enfermera a cogerle la temperatura. Primeramente entró dando un portazo, haciendo que su madre se despertara bruscamente de ese sueño que tanto tiempo le había costado conciliar. Segundo, le levantó violentamente el brazo y le metió el termómetro debajo del sobaco cómo si de un cochino se tratase, mientras su madre apenas  había tenido tiempo de despertar de su sueño. Matías se tenía que morder la lengua porque su madre se disgustaba mucho cuando él, ya cansado de aguantar ese trato, les llamaba la atención. Así que por hacerle el gusto, se tenía que aguantar y ver como los maltrataban sin poder hacer nada.
-          ¿Qué vas a querer de merendar hoy?- oyó que le preguntaba aquella enfermera sin tan siquiera  mirarla a los ojos.
Ese día su madre estaba respirando con mucha dificultad y le habían puesto oxígeno.
-          Un vaso de leche y una magdalena, por favor- contestó su madre con dificultad por aquella máscara de oxigeno que le tapaba la boca y la nariz al completo.
-          Si no te quitas la máscara no te entiendo- dijo aquella bruja con bata azul con muy mal tono.
Aquello fue el colmo. Matías sintió como un escalofrió de mala leche se apoderaba de su ser y no pudo contenerse más. Puso tan firme a aquella enfermera, que nunca nadie más en aquel hospital se atrevió a tratar con brusquedad a su madre, y por ende, a la que tuviera como compañera de habitación. Era lo único que le faltaba. Ellos, que en su mayoría eran familias rotas y asustadas por la enfermedad de sus seres queridos, y que vinieran aquellas enfermeras y les tratasen como a delincuentes. Ni a los presos hay que tratarlos con tan poco tacto- repetía Matías muchas veces.
Y así iban pasando los días. Uno tras otro. Cada día con menos esperanzas de que aquella enfermedad les dejara tranquilos. Se le hacía muy duro ver a su madre apagarse. Lo que peor llevaba de todo, era ver como los dolores  iban en aumento. No podía verla sufrir así. Y aunque Matías nunca verbalizaba la posibilidad de perderla, él sabía que esa opción existía aunque nadie se atreviera a decirlo en voz alta. Si lo decía en voz alta era como si se hiciera real de algún modo. Así que todos intentaban evadir el tema y sonreír.
Su madre era todo su mundo. Matías no se podía imaginar una vida sin ella. Era una gran mujer y, paradójicamente, la persona más vital que  había conocido jamás. Siempre alegre, siempre con palabras de ánimo para todos, siempre con una sonrisa en la cara. Hasta en los momentos más duros, ella lograba sacar una sonrisa a quien tuviera al lado. Por eso, Matías, se consolaba pensando que el cáncer no podría con ella. Pero cada día estaba más débil, cada día más delgada, cada día se iba apagando un poco más.
Matías tuvo que aparcar la carrera por un tiempo, así que repartía su tiempo entre hospitales, sesiones de quimio y la cafetería. No podía perder aquel empleo, y en el fondo, estaba agradecido de contar con algo que mantuviera su mente ocupada por unas horas. Si no hubiera sido por esas horas de distracción, se hubiera vuelto loco.
Cada mañana la misma rutina. Se levantaba de madrugaba. Se ocupaba de dejar a su madre preparada hasta que viniera la enfermera que les echaba una mano con todo, y se iba camino del trabajo en la línea 11.
Todas las mañanas caminaba hasta la parada y, como un zombi, se sentaba al lado de la ventana. Nunca había estado tan triste. Sus amigos se estaban portando muy bien con él, pero Matías solo quería estar junto a su madre. El pensar que la podía perder le daba mucho vértigo y quería pasar junto a ella el máximo tiempo posible.
Aquella mañana hizo el mismo recorrido de todos los días. Estaba lloviendo un poco, y el día estaba más gris aún de lo que ya estaba en su interior.  Tenía la cabeza apoyada en el cristal de la ventana y escuchaba TRAVIS en su ipod, cuando de pronto, la vio.
Una chica llamó su atención. Iba con un gorro de lana de color amarillo y caminaba lentamente; al contrario de las demás personas que caminaban a paso rápido refugiados debajo de sus paraguas. Ella no. Ella no llevaba nada que la protegiera de la lluvia. Al contrario, iba despacio y parecía estar disfrutando. No pudo apartar sus ojos de aquella enigmática chica.
Al día siguiente, Matías ya la había olvidado cuando la volvió a ver. El mismo ritmo, el mismo misterio. Ese día no llovía pero ella seguía tan ausente como el día anterior. Llevaba una falda a media rodilla y una chaqueta muy original color verde botella. Tenía algo diferente e incluso divertido. No pudo quitarle la vista de encima.
Al día siguiente lo mismo. Y al otro…y al otro…..así pasaron alrededor de seis meses. Cada día una ropa distinta, pero cada día su expresión era la misma: una mezcla de paz y de melancolía. Cada vez le gustaba más aquella chica. Ya le parecía que formaba parte de su vida. Era algo cotidiano dentro de su rutina. El toque de color entre tanto gris. No tardó en comprender que el contemplar a aquella chica desde el autobús era lo más emocionante de su día a día.
Matías se preguntaba qué a dónde se dirigiría aquella chica a diario. Se preguntaba que cómo se llamaría. Se preguntaba cuantos años tendría. Se preguntaba  si tendría pareja. Se preguntaba si sería feliz……Se preguntaba muchas cosas sobre aquella desconocida. Y así fue haciéndose una idea imaginaria de la vida de aquella bonita chica que le acompañaba en sus pensamientos un día tras otro.
 Unos días se la imaginaba en una oficina, otros días era abogada, otros días psicóloga, otros días profesora... Y así un sinfín de oficios y de nombres imaginados para ella.
Una mañana de primavera, su madre se levantó especialmente mal y la llevó a urgencias donde la mantuvieron en observación. Al ver que sus plaquetas estaban más bajas de lo normal, decidieron ingresarla.
Matías estaba muy asustado. La idea de poder perderla era demasiado dolorosa. Apenas podía reprimir las lágrimas. Se dirigió al trabajo dispuesto a dejarlo todo. No tenía fuerzas para trabajar. No tenía fuerzas para nada. No quería seguir viviendo así. El ver a su madre cada día peor no era vida.
 El autobús paró, recogió a los viajeros. y para su sorpresa, el autobús se iluminó a la misma vez que su alma: allí estaba aquella chica.
Sin poder controlarlo una sonrisa asomó en su cara. No se lo podía creer. Aquello sí que era una novedad. En todo aquel año nunca antes la había visto coger ese autobús.  No podía dejar de mirarla. Ahora que la tenía tan cerca no podía evitar observarla. Seguía manteniendo esa aura de tranquilidad y melancolía en la cara. Se puso muy  nervioso al ver como ella venía directa hasta donde él estaba. Matías reparó en que no había ni un solo asiento libre. Como un acto reflejo se levantó y, amablemente, le ofreció el suyo.
El corazón le iba a mil por hora. Si de lejos era guapa, de cerca era realmente preciosa. Todos sus gestos eran delicados y elegantes.  Matías estaba tan absorto en sus pensamientos que no oyó como aquella chica denegaba su amable ofrecimiento. Así que ella, al ver que él se había levantado de todas maneras, no tuvo más remedio y se sentó en el asiento que él le ofrecía.
Cuando aquella chica pasó por su lado, una dulce fragancia acaparó todos sus sentidos. En ese mismo instante, Matías no tuvo ninguna duda: se había enamorado de aquella desconocida tan familiar.